El drama político de Michel Temer
La crisis política, económica e institucional que vive Brasil ha enturbiado el posicionamiento geopolítico en ascenso que Brasil empezó a tener hace poco más de una década. Golpeado por la patología de la corrupción, la desaceleración económica de China, caída en los precios internacionales de las materias primas y las intrigas que se propinan entre la clase política para “hacer negocios” desde las altas esferas del poder, el país sudamericano se ha descalabrado ante la comunidad internacional y bajo la frágil presidencia de Michel Temer.
Fue el juicio político en contra de la expresidenta Dilma Rousseff que marcó un punto de inflexión en el entramado institucional brasileño. Michel Temer lidia con el problema de su credibilidad y legitimidad, se le tilda de antidemocrático, golpista y traidor, sumado al bajo índice de popularidad que ostenta. Una reputación que no puede ser lavada si agregamos sus vínculos a los escándalos de corrupción. En sus primeros 100 días de gobierno se concretó la renuncia del expresidente de la Cámara Baja, Eduardo Cunha, así como la salida de varios ministros de su gabinete. Además, el presidente interino no se salva de la red mafiosa de Petrobras y de investigaciones en su contra por corrupción, asociación criminal y obstrucción de la justicia.
Pese a que el Congreso desechó la indagatoria que pudiera llevarlo a juicio político, su base parlamentaria se sigue erosionando. Un total de 66 diputados –de 513- provenientes de cuatro partidos políticos ya abandonaron al presidente no electo. Al calor de la desconfianza ciudadana y el desencanto generalizado hacia la clase política, Michel Temer ha tratado de implantar una agenda pública de corte conservadora: se han privatizado empresas estatales, se aprobó una ley que pone techo al gasto público por 20 años y en la discusión pública juega la reforma al sistema de pensiones. Sin embargo, su gran apuesta fue la aprobación de la reforma laboral ya fue suscrita en el Senado.
Empero, Michel Temer no es el único que ha sido salpicado por actos de corrupción, sino también el petista Luis Ignacio Lula da Silva, el expresidente más querido de Brasil, quien ha sido condenado a nueve años y medio de cárcel por corrupción. ¿Una condena que lo pudiera sacar del juego político del 2018? ¿Serán suspendidos sus derechos políticos y se revocará la posibilidad de que vuelva a regresar al poder? Hoy el expresidente más respetado de América Latina, quien sacó a más de 40 millones de pobres, duplicó la clase media y se despidió del Palacio de Planalto con más del 80% de popularidad se encuentra en el banquillo de los acusados.
Han sido en tiempos electorales cuando los contendientes –designados por sufragio o bajo pacto- articulan acuerdos con grandes empresas a cambio de ofrecerles dádivas, favores y gratificaciones políticas y económicas. El caso de Odebrecht es sintomático por el financiamiento otorgado a las campañas políticas de Brasil pero también de otros países de América Latina. Además, las cifras no mienten, se ha dicho que el 40% de los legisladores se encuentran bajo investigación judicial, un panorama insólito para el país más grande y poblado de América Latina.
Ahora Sergio Moro, el juez anticorrupción figura dentro de los favoritos de la carrera presidencial del 2018, y quizá se enfrente con Jair Bolsonaro, un diputado ultraderechista que se le conoce como el “Trump Brasileño” por su machismo, sexismo, autoritarismo y por defender la dictadura militar en Brasil. Posiblemente el escenario político también apuntale a Joao Doria, el alcalde de Sao Paulo, quien pudiera captar la nominación presidencial del Partido Socialdemócrata Brasileño (PSDB), principal antagonista al de los Trabajadores.
Por otra parte, y con el arribo de un nuevo mandamás al Palacio del Altiplano, la reorientación de la política exterior podría volver a cambiar. Fue ante la llegada de una nueva correlación de fuerzas políticas en Brasil y Argentina – que celebra elecciones parlamentarias este año- que se dio un giro en la relación de Sudamérica con el mundo: mayor acercamiento con EE.UU., la Unión Europea y países industrializados frente a un claro distanciamiento hacia los países del ALBA. No hace mucho apoyó una ofensiva diplomática para expulsar a Venezuela del Mercosur y favorecer la aplicación de la Carta Democrática Interamericana de la OEA en Venezuela. Incluso, Brasil le ofreció asilo político a la exfiscal, Luisa Ortega.
Cierto es que Brasil, como presidente pro témpore del Mercosur, hizo junto con Argentina (presidente en turno) todo lo posible para revitalizar al organismo. Este experimento de integración económica regional que no ha dado grandes resultados por su ADN más proteccionista. Se busca acelerar las negociaciones extracontinentales no sólo con la Unión Europea, sino con Canadá, sus socios asiáticos y favorecer el proceso de convergencia con la Alianza del Pacífico. En este renglón, destaca el rubro de la defensa y promoción de los derechos humanos y de la democracia, este último un signo sin sustento por parte de Michel Temer considerando la forma con la que se hizo del poder.
Aunque las relaciones de México y Brasil – los dos gigantes de América Latina- se desdoblan al calor de la competencia, rivalidad y desconfianza, la llegada de Donald Trump a la presidencia de EE.UU. ha obligado a nuestro país a mirar hacia el Sur no sólo de manera retórica sino con hechos contundentes. Llama mucho la atención que ante la renegociación del TLCAN y la retórica antimexicana, México se haya acercado más a Brasil y Argentina para reducir la dependencia de granos que sostenemos con EE.UU. En 2017, México dejo de ser el primer mercado para las exportaciones de maíz estadounidense.
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